Después de la muerte de mi madre no pude llorar y a la semana fui a depilarme a un sitio desconocido; con el primer tirón de cera se me saltaron las lágrimas y ya no pude parar hasta que la pobre chica me terminó las dos piernas. Dio tranquila el último tirón y siguió dejándome llorar mientras me rociaba despacio con polvos talco.
- Lo siento -dijo seria y dulce-, lo siento mucho.
Antes de irme le pregunté su nombre, que es como ahora se llama mi hija. Cuando le pongo talco en su cuerpecito me acuerdo de ese día y le prometo al oído no regañarla nunca por llorar cuando algo le duela.